sábado, 9 de junio de 2012

Torciendo la esquina de la soledad

Una canción infantil me roba la última sonrisa, me traslada al último rincón de felicidad que en esta expedición me quedaba por visitar. Camino un par de calles, tuerzo la esquina de la soledad y la penumbra se cierne sobre lo que hasta hacía un momento se extendía frente a mí. Desaparece el mundo, tan perfecto como lo había conocido. Se abre un precipicio en torno a mí y los fuertes vendavales que nacen a mi alrededor le toman un pulso a mi equilibrio para acabar una vez más conmigo. Me caigo...

La presión del viento en el descenso arremolina mi piel abriendo un surco hacia lo más profundo de mis entrañas. Me arranca el alma y me vacía de mi más pura esencia. Me quedo hueca, vacía, desprovista de todo despojo de vida. Y sigo cayendo...

Aterrizo en esa vieja tierra conocida donde todo carece de valor, donde cada paso implica hundirse un poco más en el oxidado fango de la desesperación. Desaparece la luz, desaparece el suave tacto de la brisa, desaparece el olor a primavera y desaparece el aliento que hasta ahora mantenía en funcionamiento mis pulmones. Apasionada la muerte me hace el amor, y convierte mi cuerpo en una cuna de gusanos.

No hay mañana después de hoy, no lo hay. No existe la sonrisa, desdentada se esconde tras algún mustio matorral. No hay botiquín, ni cirujía... ni conjuro, ni hechizo que insufle vida a mi corazón necrosado. Arrebujada en los brazos de la desidia pierdo de vista el paraíso y me someto al látigo de la esperanza, que me castiga obstinada antes de partir hacia tierras lejanas... allí donde el aire circule libre del vicio de tu ausencia.

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