martes, 11 de septiembre de 2012

Viaje sin equipaje

Necesito un momento para reconciliarme con las teclas, fundirme en este instante, hacer oídos sordos a todo sonido que no sea el loco baile de mis dedos sobre ellas. Necesito embriagarme de soledad y olisquear la luna que, al igual que yo, se esconde dejando ver tan solo una pequeña parte de sí. Necesito quizás este momento para ordenar o desordenar, ¿qué sé yo?, quizás ni siquiera se trate de eso, sino simplemente de la perseverancia de un mono no atendido.

Se puede bucear en búsqueda de un "algo" que explique, que amaine, que mime. Y siempre hay "algo" que se deja encontrar, aunque no sea su intención ni explicar, ni amainar, ni mimar, sino simplemente ventilar, remover, salpicar. La noche me llama y salgo a caminarla, fijando contra el suelo un poquito de odio a cada paso, deshaciéndome de él o simplemente prestándole la atención que de mí reclama.


Y ahí está, sin yo advertir apenas su presencia: un muro de contención que me anquilosa y me impide probar el agua de este incierto mar que se extiende ante mí, y cuya temperatura es inquietantemente estimulante. Su sonido me atrae y atrapa, y sus olas me entretienen divertidas. ¿Y yo? En la orilla, observando, esperando a no sé muy bien el qué, dejando que la marea se lleve consigo la vida, mientras conmigo se queda la desidia.

Mientras el sueño va haciendo más patente el peso de mis párpados, y el sonido de las teclas continúa ejerciendo su narcótica función, los miedos y los deseos se estrechan la mano para echar un pulso cuyo vencedor es hoy desconocido. Viaje hacia dentro motivado por la ignorancia más absoluta de la identidad de la persona que lo experimenta, extraviada entre anáforas y epíforas que cansinas me obnubilan arrancándome del presente. Deshagamos la maleta, pues, que esta travesía requiere la ausencia de equipaje.